En la Sangre

Este cuento forma parte de la colección En la Sangre.

Ilustración: Estefani Bravo.

El parásito que habita en mi boca se remueve intranquilo, restregando su cuerpo de babosa contra mi paladar seco. Mordisqueo sus tentáculos con las muelas para obligarlo a que se quede quieto.

Soy el que atiende la séptima caja de diez. La fila de clientes es larga. Cada persona atesora un envase con frutas o verduras o fideos o ravioles, comida preparada y lista para calentar o servir, jugos, smoothies y frutos secos o deshidratados. Todos miran al reloj del muro cada diez segundos, también yo; o al reloj en sus teléfonos. O al universo de posibilidades que se esconden en la nuca de la persona que tienen en frente. Avanzan arrastrando pasos cortos de presidiario encadenado y no esperan más de cinco eternidades para llegar a alguna de las cajas.

El reloj del muro muestra que ya son las 3 PM. Es mi hora de salida. Llamo al último cliente antes de cerrar mi turno y tengo un sobresalto cuando la veo. Es Claire con el cabello rubio casi albino cortado en flecos, sus ojos azules enormes mirándome inmisericordes. Vestida con minifalda de mezclilla y blusa rosada llena de flecos, zapatillas con plataforma, alta y delgada y fabulosa. Con varios piercing estratégicos en el rostro, y los dientes tan blancos que me encandilan cuando dice “goodevening”.

Claire deposita sobre el mostrador un pastry de carne con papas y zanahoria, y un smoothie de arándanos con plátano. Demoro unos segundos en salir de mi estupor. No es Claire, pero se parece mucho, demasiado.

Cada día la veo en una u otra chiquilla, en el tren subterráneo, en el bus, en las veredas de Londres. Bajo un paraguas transparente o con una anaconda de lana enrollada en su cuello de porcelana. A veces trae puestos los anteojos hípster que usaba cuando la conocí, otras veces calza unas panty medias de fosforescente naranja o verde manzana.

La chica que no es Claire paga con las libras justas y se va sin mirarme siquiera. Es lo que no me gusta de esta ciudad, todas se parecen a Claire y ninguna se mete conmigo. Porque soy invisible, siempre lo fui. Cada día que pasa, cada día silencioso y solitario, me convenzo de que ella fue un delirio o un invento del parásito. Claire sonriéndome en la caja, los anteojos de marco grueso enmarcando su rostro impecable, preguntándome a qué hora termino mi turno. Ella, hermosa e imposible invitándome a una cerveza. Ella cabalgándome como una desaforada esa misma tarde. No puede ser que me lo inventara.

Son las 3:04 PM y el lenguado baboso llama mi atención una vez más. Ahora tironea los lazos simbióticos que descienden por mi garganta hacia el esófago. Entiendo el mensaje, además que aquí no pagan horas extra. Cuento rápidamente el dinero en la caja, ingreso mi código en el equipo y el software da visto bueno a la cuadratura. El encargado de cambio de turnos confirma mis ventas y que no falta dinero. Estoy listo para partir.

Me retiro de mi puesto y una persona del turno de la tarde ocupa mi lugar. Es un somalí enorme que no me mira, no me saluda, nada. Llevo trabajando aquí siete meses todos los días de lunes a viernes. Y al menos dos de cada tres cambios de turno es él quien toma mi sitio en la caja. Pero jamás me mira. Dudo que hable otro idioma aparte del suyo. En este trabajo lo único que hay que saber son números, contar bien el dinero que te pagan y dar el cambio correcto. Nada más.

En la habitación detrás del minimercado, en la caseta de seguridad, junto a la puerta de salida. Una mujer de cuarenta y tantos hace el trámite de ingreso igual que todos los días. La conozco, aunque no recuerdo su nombre ahora. Renata, o Camile. Trae gotitas de rocío en el cabello desgreñado y parece que estuvo llorando. En realidad siempre se ve triste, y hoy está particularmente espantosa.

La recién llegada firma en el libro de entradas y coloca todo lo que trae en los bolsillos dentro de un cofre de metal. Detrás de la ventanilla angosta, una mujer india de ojos grandes y expresión hastiada pone llave al cofre sin siquiera mirar el contenido y se lo lleva. Entrega a cambio una ficha con un número pintado en ella.

Hi —dice la recién llegada cuando me ve—. ¿How are you? It’s a cold day, isn’t it.

Hago un gesto de tener frío y le sonrío sin separar los labios. La poca gente con la que comparto algo, y de verdad es muy poca gente, cree que soy un mudo de Sudamérica que entiende algo de inglés. Y ella, como otros, me saluda por simple cortesía, aunque a veces imagino que desea algo más de mí. Como Claire.

Take care —dice ella enfilando hacia las cajas y nuevamente le sonrío con la boca cerrada. Creo que se llama Sophie.

Saco mi ficha de un bolsillo y la pongo sobre el mostrador. La mujer india me mira de frente y evito su mirada, no porque me preocupe o me dé miedo, sino porque tiene bigotes. Siempre que la miro mis ojos se van directamente a su bigote de abuela y ella no debe tener más de treinta años. Además, que es hermosa, ese tipo de belleza exótica de iris claros e intensos sobre piel morena que quita el aliento. Como la bailarina principal en una de esas películas absurdas de Bollywood. Pero tiene bigotes y es viuda desde los catorce años, llegó a vivir con sus primos de Inglaterra para escapar de la vergüenza.

Me quito los zapatos y hago gesto de vaciarlos sobre el mostrador, nada cae de ellos. También doy vuelta los bolsillos de mi pantalón. Es solo precaución, nada más, así hago más fácil el trabajo de la bigotona.

El lenguado tironea una vez más de mi garganta y en esta oportunidad duele. Evito hacer un gesto, ni siquiera muevo los labios, y sé que los ojos se me llenan de lágrimas. Si la mujer bigotes me pide abrir la boca, todo se va a la mierda.

Ella me da la espalda y recoge el cofre de metal con mis cosas. Muerdo los tentáculos del parásito con fuerza y siento su sangre que me llena la boca. Mi sangre. El lenguado se remueve otro poco y deja de insistir, temblando de ira o dolor o las dos cosas. El cofre se abre sobre el mostrador y recupero mi billetera y el monedero. Firmo mi salida en el libro y eso es todo. No es día de pago, así que simplemente me encamino a la salida.

La puerta se abre con un clank electrónico. Salgo a un pasillo mal iluminado que da al patio de comidas del Mall en la estación de Euston. Rodeo las mesas, hay poca gente en la estación a esta hora, y vuelvo a entrar al mini mercado donde trabajo, ahora como cliente. Elijo una ensalada de frutas y un pastry similar al que compró el clon de Claire. Se me antojó de pura hambre, o bien podría haberme llenado la panza con cualquier cosa, aserrín o caca de gato.

Los sabores son un recuerdo raro, de esos que parecen reales cuando se los recuerda. Pero la sensación dura apenas un pellizco y se diluyen en una ilusión. Creo que me acuerdo del sabor del pan recién horneado, el pan amasado que hacía mi vieja. Es un recuerdo potente y soy incapaz de revivirlo con toda su complejidad. El sabor de la mantequilla que se derrite y pasea por mi paladar… no logro retenerlo por mucho más que un suspiro.

Todos mis órganos para sentir sabores y olores se perdieron para siempre, junto con mi lengua. Me contengo de morder al lenguado maricón porque a este paso voy a acabar con anemia.

Pago en la caja siete y el somalí me atiende sin hacer contacto visual. No le interesa reconocerme. Solo quiere hacer su trabajo y recibir su paga cada viernes. igual que todos los que atienden el minimercado, todos inmigrantes, como yo.

Salgo a la calle y una sensación de horror me inunda, un frío intenso en la columna. Sé lo que significa, mierda, nunca habían llegado hasta acá, nunca se alejan tanto de su zona segura. Esto significa que saben que existo, saben dónde estoy, me están buscando.

El parásito en mi boca se mantiene quieto. Sabía que algún día me iba a traicionar. Me escabullo entre los pasajes del centro comercial, pero esta sensación de frío es cada vez más intensa. Doy vuelta en una esquina y salgo a la calle. Un grupo de perros olisquean la basura en un callejón y se ponen en alerta cuando me ven aparecer. Los rodeo ignorando sus gruñidos. Me lanzo a correr y ahora soy yo el que asusto a los transeúntes, que se apartan con verdadero horror en sus ojos. Una niña grita espantada y recién me doy cuenta de que estoy jadeando.

Tengo la boca abierta y el lenguado está asomado, con tentáculos y todo, respirando conmigo.

Lo muerdo fuerte, lo mastico hasta que se contrae derrotado de regreso a donde antes habitaba mi lengua. Sigo corriendo ahora más lento, la gente que me ve pasar solo ve a un hombre apurado, como muchos en la estación. Ya me imagino la cara de pánico que tenía antes y me avergüenzo de mi reacción.

La sensación de frío se mantiene en forma de una pulsación constante que me baja desde la nuca hasta el culo. Me siento en una banca como un saco de papas que se desparrama, mirando a la estación de trenes de Euston. La gente va y viene, cientos de seres humanos que no tienen ni idea de las criaturas que habitan en los cuerpos de otros a su alrededor. Hace frío. Tengo hambre y quiero llorar porque no podría comer lo que compré, lo que tengo en esta bolsa, no frente a esta gente, nunca en público.

Es mi culpa. Yo causé esto, podría estar muerto, pero no, sigo con vida y fingiendo que nada ocurrió. Cómo puedo ser tan hueón, es mi culpa, es mi culpa…

***

Volaba con Claire por London road hacia Hastings. Íbamos a ver el festival de Jack in the Green y el carnaval de bailes y cantos medievales en el castillo de ese pueblo junto al mar. Según ella, era lo más parecido al carnaval de Río que tenían en Inglaterra, y su comparación me pareció linda e infantil. Su único referente del carnaval de Río era algún reportaje de la BBC.

Claire tenía diecisiete años, unos ojos azules impactantes y piel de porcelana, con la sonrisa más exquisita del universo. En Londres está lleno de chicas como ella, hermosas, con peinados extraños de mechones naranja o azul y minifalda. Incluso en las noches más heladas del invierno, cuando salen a beber cerveza con sus amigos o a ligar con algún chico guapo. Ni idea qué fue lo que vio en mí, yo era un simple cajero inmigrante en el mall de la estación Euston. Su sonrisa me cautivó desde el primer día, y su cuerpo de supermodelo adolescente. Su cuerpo desnudo, sus pechos de pezones rosados balanceándose cuando me cabalgaba, me excitan aún ahora.

El London road estaba desocupado a esa hora de la mañana y yo manejaba a 80 millas por hora en la camioneta de Claire, o de su padre, ni idea. Manejar en contra del tránsito era la norma y no me costó acostumbrarme, pero tampoco tenía licencia de conducir. Supongo que a ella le gustaba tener un esclavo sexual exótico y arriesgado que no oliera a curry. O tal vez me amaba con esa ternura de caricias adolescentes y excitación permanente, y yo era un hueón afortunado. Llevábamos un mes viéndonos en mi cuchitril de Camden Town, teniendo sexo todos los días y conversando de libros y películas. Y ese 2 de mayo íbamos a Hastings a ver un carnaval en un castillo medieval, nuestra primera salida en público.

80 millas por hora son 129 kilómetros ídem. Volábamos por la avenida vacía, mirando la campiña y contando las vacas en ese día espectacular y soleado. Claire se reía de mis chistes absurdos, y yo solo quería detenerme y cogerla una vez más, ahí a un lado de la carretera. Se veía exquisita, igual que todos los días, y sus ojos me fulminaban con esa capacidad de lograr todo lo que se le antojaba. Metí mi mano en su minifalda y ella le dio la bienvenida entre sus labios húmedos y cálidos. Su mirada con gesto placentero me tenían hipnotizado, y ni me enteré cuando chocamos de frente con otro automóvil.

Abrí los ojos en ese escenario de espanto y agonía. Fierros retorcidos daban una forma nueva a mi cuerpo y lo primero que vi fue un globo ocular de iris azul intenso colgando de un amasijo de pellejos y cabello, mirándome. Claire llevaba un buen rato muerta.

Fuera del vehículo era de noche, lo que significaba que nadie sabía que estábamos allí. La mixtura de fierros y carne estaba sumergida en una zanja húmeda a un lado del camino, fuera de la vista. Para quienes pasaron por allí después del accidente, solo quedaba la evidencia de un choque, algunos vidrios y piezas de auto junto al camino, pero ningún vehículo.

No podía gritar, mis pulmones apenas tenían fuerzas para hacer llegar algo de oxígeno al montón de carne que era mi cuerpo molido. El frío era intenso y después supe que eso me mantuvo con vida tanto tiempo. Aunque en verdad hubiera preferido morir.

Desperté al amanecer del día siguiente mirando una nueva categoría de horror. De entre los fierros retorcidos del otro vehículo, un sedán negro que se fundía con la camioneta de Claire, el cuerpo del conductor se retorcía con espasmos recurrentes. Estaba vivo, el pobre hijo de puta. Con el cráneo abierto y vacío y las caderas a dos metros de su torso, vivo y luchando contra algo que emergía de su garganta, con tentáculos negros y patas de bicho. Era el parásito que ahora habita en mí, tan malherido como su hospedero.

No pude gritar, no podía escapar. La cosa se desprendió al fin del otro cuerpo y se arrastró hacia mí con pequeños movimientos de cuncuna. Los tentáculos no le servían para nada, tal vez porque ya no le quedaban fuerzas. El cuerpo del hospedero le era inservible y necesitaba uno nuevo. Y yo estaba allí, disponible.

Veía su masa frontal acercándose, con dientes que se movían en círculos, trepando los fierros, lamiendo mi sangre seca y la de Claire en su camino. Hasta que llegó a mí, a mi boca fracturada, que estaba entreabierta, y se comió mi lengua para hacerse espacio.

Durante las horas que siguieron, mi cuerpo se recuperó milagrosamente, los huesos se soldaron, las vértebras se reunieron y los nervios se reconectaron. El dolor desapareció. Tuve fuerza suficiente para mover un brazo y hacer palanca con el fierro que tenía insertado en el pulmón derecho, hasta sacarlo. Lo mismo con mi pierna izquierda que parecía tener ocho rodillas flectadas. Logré moverla y en el proceso mi cadera volvió a encajarse en su lugar. Perdí un testículo, pero el otro seguía conectado y regresó dócilmente al escroto. Gracias a Dios lo demás seguía intacto.

Cuando al fin salí de mi tumba entre los fierros, estaba tan agradecido por seguir con vida que no me importó tener un parásito ocupando mi boca. Se sentía igual que si fuera mi lengua, aunque se movía por voluntad propia. Y creo que algo no iba bien con él. Extraños flashes llenaban mis pensamientos, mensajes incompletos en forma de ideas y ocurrencias. Era su intento por controlarme, como controlaba al difunto atrapado en el sedán.

Su anterior hospedero tenía partes del lenguado aún moviéndose en su tráquea. La criatura anidada en mi garganta estaba incompleta. Sentí pánico, traté de vomitar, pero el parásito obstruía mi esófago. Lo atrapé con los dedos, me mordió, peleó. Y cuando al fin lo agarré el dolor que me atacó por tratar de quitarlo me hizo perder el conocimiento. Estábamos unidos.

Me quedé allí hasta que anocheció. La lluvia lavó el lodo y la sangre y las pestilencias que cubrían mis ropas. Me arreglé como pude, empapado y sucio, y prendí fuego a los vehículos usando una batería para hacer chispas. El fuego era débil y se apagó pronto.

No tenía caso que siguiera allí esperando a que ocurriera algo. Estaba vivo. Me marché caminando por la London road de regreso a Londres, haciendo dedo por tramos cortos hasta que llegué a mi habitación en Camden Town. Nadie me preguntó dónde estuve.

Al día siguiente fui a trabajar y nadie preguntó por qué me ausenté. Por supuesto no me pagaron los días que falté. Pasó el tiempo, las semanas y los meses. Nadie vino a mi puerta a preguntar por Claire. La miré en Google y en Facebook, tal vez alguien la estuviera buscando. Pero no. Solo encontré su perfil desactualizado, sus fotos, su bella sonrisa acompañada de familiares y amigos y nada más. Yo no aparecía por ninguna parte, ningún comentario ni alusión.

Yo no existía en su vida.

Yo no existo en la vida de nadie y nunca podré hacerlo, no con esto que traigo en la boca.

***

Pasan los minutos y ninguno de Ellos aparece para encararme. Fue una falsa alarma o una estrategia del lenguado para hacerse notar. No me quedo para averiguarlo.

Me marcho a Camden Town, caminando bajo una garúa tenue y con un viento frío que atraviesa las costuras de mi chaqueta. Demoro dos horas, tengo hambre y frío y a ratos regresa la sensación de horror en mi columna vertebral. Al principio me entra el pánico, la angustia, la paranoia.

Miro a mi alrededor en busca de alguno de Ellos y no los veo. Creo que no sería capaz de reconocerlos aunque los tuviera a mi lado, seres de otro mundo que habitan en cuerpos sin voluntad. Lo sé, lo intuyo, sé que es así. Habitan en zonas seguras, cerca de hospitales donde pueden encontrar cuerpos de calidad. Fingen un accidente y cambian de cuerpo, así de simple. Lo vienen haciendo desde hace siglos, eligiendo a las personas adecuadas. Se anidan en el esófago y nadie jamás los descubre.

Yo estoy vivo y mi parásito está incompleto.

Recorro los pasajes intrincados junto al Regent’s Canal, repletos de turistas y londinenses hípster que se mueven en una marea feliz e impresionable. Entro a un edificio húmedo y frío que parece a punto de caer sobre el canal, de interior oscuro y tétrico. Me gusta. Acá no llegan ni los desesperados. Tampoco llegan los parasitados, que prefieren habitar en zonas secas y menos concurridas.

En el tercer piso abro la puerta con la llave que guardo en el monedero. Adentro hay un sillón cama y un televisor, y en la pequeña cocina tengo mi único electrodoméstico, una minipimer.

Muero de hambre. El parásito se remueve inquieto como una babosa que acaba de caer al mar y sé que también está hambriento. Meto el pastry y la ensalada de frutas en el vaso regulado. Vierto un poco de agua directamente de la llave y licúo todo hasta convertirlo en una pasta homogénea. Ni idea si tiene olor o sabor a algo. Le pongo una pajilla y abro la boca.

Ahí sale el lenguado a comer, succionando con lentitud paciente hasta que se acaba todo el contenido del vaso.

A Claire le gustaba venir acá, tenderse desnuda en mi sillón y hacer poses para que yo la admirara. Me tenía hipnotizado. Igual que en un sueño. Como en el delirio de un hombre que lleva horas muriendo a un lado de la carretera. Quiero convencerme de que no existen los parásitos, que no tengo a este bicho. Si me concentro con fuerza, puedo imaginar que tengo una enfermedad rara, elefantiasis lingual o verrugas de las encías. Mañana me van a operar y me quedaré sin lengua, y seré libre al fin.

Siento el cuello apretado, como si me hubiera tragado una pelota de tenis. Seguirá así algunos minutos, mientras el parásito hace su digestión. Y dado que no tengo nada más que hacer hasta mañana, extiendo el sillón cama y me cubro con una manta de pólar. El sueño me atrapa de inmediato.

Claire desnuda junto a la camioneta destruida. Claire desnuda junto a mis padres muertos. Claire desnuda haciéndome el amor. Claire descuartizada y su ojo mirándome. Claire abriendo su boca y mostrando un lenguado sexy. Claire viéndome por primera vez, en la caja número siete del minimarket y preguntándome a qué hora salgo. Claire desnuda, arrastrándose igual que una cuncuna por el barro…

Despierto con el frío de la madrugada, imaginando que ella está en el baño y que pronto vendrá a despertarme para hacer el amor antes de desayunar. Una silueta se perfila contra la ventana que da al canal y pienso que es ella, de verdad lo creo. Y mi corazón se paraliza por un segundo, aunque la silueta es muy pequeña. Da un salto y se mueve hasta quedar a un palmo de mi rostro.

Es un perro negro, grande como un rottweiler y en su hocico se asoma un parásito idéntico al mío, aunque se nota que está en mejor estado de salud.

Entonces comprendo el plan de mi bicho. En Londres no hay perros vagos.

Ahora caigo en la cuenta que estoy aterrado, y no tengo miedo, no estoy preocupado y al mismo tiempo quiero salir corriendo. Es más, me siento aliviado, liberado del peso de una culpa enorme. O debe ser mi lenguado el que siente eso, porque mi culpa no tiene remedio. Soy culpable, Claire está muerta. Yo iba al volante…

Abro mi boca y dejo que los lenguados se toquen. El mío parece de lo más entusiasmado, pero el otro tiembla y extiende su dentadura a ratos. Aún en el mundo de los usurpadores de cuerpos hay orden y estructura. Un lenguado adicto a la aventura escapó en un sedán negro robado, alejándose de toda convención y regla inquebrantable. Chocó el 2 de mayo pasado contra una camioneta. No había rastro del lenguado ni de su nuevo hospedero. Dos mil años de anonimato podían desmoronarse por un error absurdo.

La conversación se extiende por extensos minutos. Atisbo algunas ideas y la mayoría son demasiado extrañas para encontrar algún asidero en mi cerebro humano.

El perro está sentado delante de mí, es un chico obediente y el parásito en su hocico al fin llega a un veredicto. Mi lenguado será reubicado en un animal del zoológico por el equivalente a veinte años terrestres, y el humano vivo será reutilizado. Un rayo de sol entra por la ventana y me encandila tímidamente, igual a la sonrisa de Claire, y decido que se pueden ir todos a la mierda. Este humano se manda solo.

Aprieto el hocico del perro con ambas manos y me pongo en pie, forcejeando contra la fuerza del animal que se orina y defeca en el acto. Es una criatura poderosa, en su mandíbula tiene suficiente fuerza para desgarrarme un brazo si logra morderme. No se lo permito. El parásito que le controla pierde gran parte de ese control mientras los dientes del animal cercenan su carne negra.

Mi lenguado, prófugo de la justicia de los ladrones de cadáveres, hace algo que me produce arcadas, pero no puedo vomitar. Se extiende fuera de mi boca y en varias dentelladas se come al otro.

El perro ya no pelea, solo sufre espasmos esporádicos. Lo dejo caer. Y el parásito en mi boca tiene la idea más descabellada de todas. Pienso que no, que no quiero hacerlo. Mis manos suben lentamente hacia mi cara. Peleo con ellas, es mi voluntad la que se impone, soy el único amo y señor de este cuerpo. Y ahora no puedo detener el poder recuperado de mi parásito. Aprieto al lenguado que se asoma desde mi boca con ambas manos y lo extirpo de un tirón.

Caigo. Estoy muerto. Sueño que me torturan, que me hacen comer ají, que me conectan a la corriente y soy un fusible que no se quema jamás. Claire no aparece ni por si acaso, juro que prefiero los sueños culposos, verla muerta una y mil veces, a esta agonía interminable.

Y despierto, tendido en el piso, junto a un perro que me observa con atención. No sé cuánto tiempo pasó, el hambre es espantosa. Y el frío. Tengo la ropa sucia porque caí sobre la porquería del perro, y parece que también aporté algo a la mezcla.

Intento ponerme en pie, pero no puedo. Mil formas distintas de dolor caminan entre mis costillas. Veo mis manos y la piel está adherida a los huesos. ¿Cuánto tiempo llevo aquí, consumiéndome?

El parásito en el hocico del perro emerge, majestuoso. No es como el otro, ni siquiera se parece al baboso que vivía en mí y aun así sé que es él, mi viejo amigo. Sus dientes circulares giran y chasquean en reconocimiento.

Nuevos dolores en mis entrañas. Algo se rompe dentro de mí. El parásito tiembla de excitación, lo veo y por un segundo lo entiendo. Este era su plan desde el principio. Baboso maricón.

Sus hijos salen por mi boca y nariz, pequeños lenguados tentaculares bañados en sangre que avanzan igual que las cuncunas, pequeñas y espantosas. Suben por las patas del perro y se esconden dentro de sus orejas.

Los dolores aumentan ahora, una nueva camada de criaturas emerge por cada orificio y sé que quedan muchas más por nacer.

Me concentro en Claire, en su cuerpo perfecto sobre el mío. En su cuerpo molido después del choque. En su sonrisa que me encandilaba siempre y el sabor exquisito de sus besos. Le hago el amor mientras la luz se apaga. Quiero sentirla entre mis brazos una última vez…

Avatar de Daniel Enrique Guajardo Sánchez

By guajars

Santiago, 1977. Daniel Guajardo (aka) Dan Guajars escribe las historias y su otro yo, el tenebroso, las disfruta. Se lo puede encontrar con el nombre de Daniel Guajardo en Providence, Chile.