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Cuento de terror: «En la Hoya»

Así encontraron a Poe

Cuento que escribí para conmemorar la memoria del amigo Poe.

Edgar flotaba en un mar de tinieblas. Le rodeaban las piedras, el agua negra apozada y la bruma roja. Sentía el cuerpo frío, entumecido. No se podía mover. Estaba dolorido en tantos lugares. Con los ojos amodorrados. Y una sensación de angustia que crecía en su estómago.

Oyó los pasos de una persona que se acercaba. El sonido de unas suelas de cuero que crujían contra un suelo de piedrecitas.

La angustia se transformó en pánico y quiso escapar. Pero no podía.

Abrió los ojos apenas un poco. Era de día, tal vez. Estaba tendido. En el fondo de una hoya. Una simple zanja en el suelo. Mojado. Con sus ropas embarradas. Pero no eran sus ropas.

A distancia de su mano derecha había una botella de vidrio café. Sin distintivos. Abierta. Y estaba vacía hasta la mitad.

Los pasos se acercaban. Pero Edgar no podía dejar de mirar a la botella. Tragó saliva espesa. Y tragar le produjo un ardor intenso en la garganta. Sus manos se crisparon. Entonces sí se podía mover. La ansiedad era fuerte. Recogió la botella con su mano como una garra fría. La acercó a su rostro con temblores violentos. Y bebió de ella sin investigar su contenido.

Allí estaba Edgar tendido en la hoya. Con ropas que no eran suyas. Bebiendo un destilado de mala clase. Que calmó su sed y sus temblores. Y apaciguó el frío.

Las tinieblas lentamente se disiparon. Pero solo un poco. Lo suficiente para que distinguiera la silueta oscura del hombre que se acercaba. Iba vestido con traje elegante, bastón y un sombrero de fiesta. Sus pisadas crujían en el suelo pedregoso. Rodeados por el silencio sepulcral y ecos de vida más allá de las tinieblas.

—Edgar —dijo la silueta. Se detuvo en el borde de la zanja e hizo un breve gesto con su sombrero.

—¿Quién eres? —dijo Edgar. Su voz sonaba rasposa. Quejumbrosa.

La silueta no respondió. Se quedó allí, quieta. Y Edgar se sintió juzgado.

—¿Usted me conoce? —dijo Edgar.

—Soy su amigo —dijo la silueta. Colocó el bastón sobre un hombro. Edgar pudo distinguir los guantes de fino ante rojo. Y el destello breve de una sonrisa blanca detrás de un bigote delgado y semi cano.

—No tengo amigos —dijo Edgar. Era una mentira, pero lo dijo de todas maneras. Sus amigos estaban en otra ciudad. Allá donde esperaba abandonar el dolor. Enterrado junto con su amada Virginia.

Se sintió atacado por el hipo. O era un sollozo. Empinó la botella. Bebió y su garganta le dolió como si bebiera fuego puro.

Desde algún lugar lejano llegó hasta sus oídos el sonido de vítores. Y el eco de una orquesta. Levantó la cabeza para mirar. Pero esa pequeña acción le inundó con palpitaciones dolorosas en las sienes y sensación de vértigo.

Tomó otro sorbo del aguardiente. Sintió el calor del alcohol rellenando los espacios en sus entrañas. Mientras que el frío se apoderaba de sus extremidades y su rostro.

Cerró los ojos. Vio el rostro de Virginia en un recuerdo fatal. Estaba postrada en su lecho. La luz del atardecer entraba por la ventana abierta y la inundaba con tintes dorados. Ella le sonreía con ese gesto de alegría triste. Los labios partidos. Tan delgada la pobre dentro de su camisón. Consumida. Y junto a su lecho una persona les observaba. Un hombre de traje elegante. Edgar no podía mirarlo, a pesar de que lo tenía ante sí. Virginia extendió una mano y Edgar intentó sostenerla. Pero la persona extraña se la arrebató sin esfuerzo. Y sostuvo la mano moribunda de Virginia con sus dos manos enguantadas. Con guantes de fino ante rojo.

Edgar abrió los ojos. La silueta seguía allí. Apoyando el peso de su cuerpo con los dos brazos sobre el bastón enfrente de sus pies.

Edgar dio otro sorbo de su botella. La angustia estaba allí en su pecho. Pero el frío y la inmovilidad la mantenían aplacada. Las tinieblas a su alrededor regresaban lentamente. La bruma. La oscuridad. Se acercaban y de a poco envolvían a la silueta y el terreno baldío. Y se vertían como un fluido en la hoya mugrosa.

Edgar sintió una puntada en el vientre. Conocía ese dolor. Esa hinchazón del hígado. Que venía acompañada por endurecimiento, tinieblas y desvaríos.

La persona delante de él dejó de sonreír. O eso pareció ocurrir en su rostro oculto por un velo de oscuridad. Y Edgar entendió. O creyó entender. Que este era el momento que estaba esperando. Que ansiaba su llegada. Sabía que tenía que ocurrir. Un sorbo a la vez.

—¿Qué viene a continuación? —dijo Edgar con su voz quejumbrosa.

La silueta no dijo nada más. No se movió de su lugar en el borde de la zanja. Envuelta en la bruma cada vez más oscura.

Al cabo de un rato, Edgar oyó los otros pasos. Otras personas se acercaban y sus pasos se sentían pesados.

—Le traje ropa nueva —dijo una voz dura—. Todavía hay tiempo para que termine lo que comenzó.

Edgar sentía la violencia debajo de esas palabras que parecían amables. Conocía esa voz, pero no encontraba un rostro para asociarla.

—Ya no nos sirve —dijo otra voz. También dura. Y decepcionada—. No puede mantenerse en pie. Y está todo sucio.

Edgar sintió que le daban una patada en las costillas.

—Es una pena —dijo la primera voz. Lo dijo sin pena. Edgar le oyó acercarse. Y le arrebataron la botella de la mano—. Una verdadera pena.

—Busquemos a otro —dijo la segunda voz—. Todavía hay tiempo.

Las pisadas se alejaron. Y la bruma se disipó una vez más. Aunque solo un poco.

La silueta con el bastón y los guantes de fino ante rojo seguía allí.

Edgar ahora sabía lo que eso significaba. O creía que lo sabía. Pero el significado de su presencia se escurría junto con otras imágenes arremolinadas. Cayendo desde un reloj de arena al que le quedan apenas unos granos.

Las tinieblas se cerraron sobre Edgar una vez más. Cerró los ojos. Sentía las piedras y la humedad. Como si formaran parte de su vida. Percibía olores, pero no podía distinguir ninguno. Sentía sabores, pero todos eran ausencia de sabor. Había recuerdos, rostros, como el de su amada Virginia. Que se diluían en vasos medio vacíos de alcohol puro. Tanto dolor. Tanta envidia de personas que ni siquiera conocía. Un pasado lejano que regresaba y se marchaba de inmediato. En cada bocanada de bruma intoxicante.

Edgar flotaba en un mar de tinieblas. Sintió el frío. El dolor. La intoxicación. El vértigo. Todo junto. Su cuerpo tenso. Incapaz de pensar en las decisiones que tomó durante su vida. Vio imágenes incoherentes como pesadillas. Angustiosas. Y voces que sonaban como ecos en la cabeza de otra persona.

—Soy su amigo —dijo la voz de la silueta desde algún lugar entre las tinieblas.

Edgar intentó decir algo, pero solo emitió un balbuceo.

Una mano enguantada tomó la suya. Y Edgar se quedó dormido en el remolino de la desesperanza.

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