1997
Portada de «Esta novela está mal escrita»
Disponible en Amazon.com

Esta novela está mal escrita.
Apuntes sobre una historia fantástica que escribí el siglo pasado.
Encontrados en un respaldo de Dropbox del año 2015.
Por Daniel Guajardo Sánchez.

Escribí una novela durante enero y febrero de 1998. No recuerdo qué día comencé. Sí recuerdo estar sentado ante el computador todo el día, todos los días, saltando comidas y trasnochando mientras escribía.

Hacía calor y la pantalla del computador se volvía azul cada media hora, destruyendo el trabajo que no alcanzaba a guardar. Eran esos tiempos.

Yo escribía a pesar de la pantalla azul, encerrado en mi habitación al final de una larga galería en la casa de San Joaquín (Sebastopol con Santa Rosa). Escribía especialmente de noche. Nadie me interrumpía. Nadie me llamaba por teléfono, ni siquiera mis amigos. No tenía pareja… nunca tuve en realidad. No tenía panoramas. Tenía 20 años.

Era la época perfecta para escribir.

Recuerdo la satisfacción al terminar la novela en dos meses. El primer borrador de mi primera novela. 35 mil palabras. Nunca creí que podía escribir tanto y, sin embargo, durante los años anteriores escribí muchas veces más que eso. Pero nunca una novela.

La historia no era original. A mediados de 1990 escribí un cuento. Tenía 12 años y vivía en Puente Alto, paradero 27 de Vicuña Mackenna. Ya había escrito cuentos antes, pero este cuento era especial. Porque este cuento tenía un final.

La historia trataba de un adolescente llamado Deke. Sí, ése era su nombre. Yo era un niño todavía y lo inventé. Deke. Sonaba bien.

Deke sufre un accidente en una casa abandonada, cae a un pozo durante una travesura de colegio y al igual que Alicia, despierta en un mundo de maravillas. Allí aprende cosas que ninguno de nosotros puede imaginar y regresa a nuestro mundo un año después, cargado de sabiduría y poder.

Pero no viene solo. En su lucha por liberar el pasadizo de regreso a casa, trae consigo a una criatura obsesiva y criminal. Un insecto gigante, inteligente e indestructible que le persigue por toda la ciudad asesinando a sus amigos. Deke entonces urde un plan. Acorrala al ser, usa sus nuevos poderes —podía lanzar bolas de fuego con alto poder destructivo—, logra enviarlo de vuelta a su mundo y sellar el pasadizo.

Escribí ese cuento en una noche, estaba feliz y ansioso. Tal vez esperaba que ocurriera algo increíble una vez que escribiera la palabra fin, algún evento fantástico y fabuloso que nunca ocurrió. Lo escribí en hojas de cuaderno que se extraviaron en 1991 cuando nos cambiamos de casa a la de San Joaquín. Pero no importó, porque los detalles de la historia estaban grabados en mi cabeza.

Pasaron los años, cursé la enseñanza media en el Chilean Eagles College de La Florida. Tuve una típica adolescencia atormentada por mi imaginación desbocada y amores platónicos. Tenía buenos amigos, fumábamos Life a la salida del colegio en el bandejón de Vicuña Mackenna (no había planes de un Metro) y nos emborrachábamos una o dos veces por semestre tragando coñac sin diluir y escuchando Metallica y Misfits, en casa de alguien que tenía al menos tres cumpleaños el mismo año.

Cuando me aburría en clases, me la pasaba escribiendo poemas que no eran tales y cuentos que a veces lograba terminar. Cientos de cuentos, miles de poemas, en hojas de cuaderno que conservo almacenadas en cajas de zapatos.

Yo lo tenía muy claro, quería ser escritor. Tenía el mejor promedio de mi curso en matemáticas, física, química, biología, y la peor ortografía. Pero quería ser escritor. No sabía lo que sé ahora, que para escribir no es necesario estudiar una carrera relacionada con el mundo de las letras. Pude ser ingeniero eléctrico, bioquímico o astrofísico… Nah, yo quería ser escritor.

Entré a estudiar periodismo en la Universidad Andrés Bello en 1995. Era lo que tenía más sentido a la hora de elegir una carrera que me permitiera cumplir mi sueño. Y la UNAB era la única que me aceptaba con el penoso puntaje que obtuve en la P.A.A.

No me fue tan bien al principio. En primero reprobé casi todas las asignaturas y no me echaron de la universidad porque mi padre pagaba el año completo por adelantado. Comprendí todo lo que había hecho mal el año anterior, partiendo por el método de estudio que traía del colegio y que consistía en no estudiar.

En segundo y tercero me fue mejor, pasé los ramos de redacción, no me fue tan bien en gramática, pero al menos aprendí a acentuar correctamente. Aprendí fotografía, entrevista, edición analógica de video. Hice grandes amigos y sufrí terribles amores platónicos, otra vez.

En 1997 descubrí Internet y aprendí a hacer páginas Web con HTML, por mi cuenta. Ese pequeño conocimiento y las posibilidades que presentaba la red, forjaron mi carrera a partir de entonces y ahora soy programador y desarrollador Web y analista de marketing online y experto en posicionamiento Web y mucho más… aparte de Periodista que no le gusta reportear.

Pero convengamos que yo quería ser escritor. Y a principios de 1998 me agarró la locura. En enero fuimos de vacaciones con la familia completa a algún lugar hermoso que no recuerdo. Playa o campo, tal vez a un lago en el sur de Chile. Y esos paseos siempre me llenaban de imágenes nostálgicas y fantaseos ruidosos que no me permitían dormir por las noches. Es un tipo de ansiedad dolorosa, la del creativo que quiere crear, la del escritor que no logra expulsar el exceso de imágenes acumuladas luego de años de ensoñación.

Era el momento adecuado, supongo. De vuelta de esas vacaciones me senté frente al computador, un PC Acer Aspire One color verde esmeralda con Windows 95, 1.2 GB de disco duro y 16MB de RAM. Me puse los audífonos y di play al Ok Computer de Radiohead. Escribí toda la novela escuchando ese disco, más el The Bends y Pablo Honey, que tenía en casete.

Recuerdo a mi madre avisándome que era hora de almorzar, o que era tiempo que tomara una ducha porque olía rancio. Tal vez son memorias de otro tiempo, pero en mi cabeza están asociadas a ese periodo, a ese mes en particular cuando desencadené mis obsesiones y me dejé llevar por la necesidad biológica de traducir una historia revuelta en capítulos y escenas, personajes, situaciones y conflictos.

La misma historia que escribí en 1990, remasterizada. Influenciada por imágenes de mis vacaciones, mis miedos románticos, los amores platónicos, el recuerdo nostálgico de los amigos del colegio y las ausencias tangibles de mi vida. Tenía 20 años, pero todavía me sentía como el chiquillo de 12 que escribía en hojas de cuaderno, lleno de sueños y fantasías que nunca podrían realizarse, excepto como historias transcritas al papel.

Una historia que llevaba ocho años madurando. Y así tomó forma orgánicamente, sin poner mucha atención al porqué de las decisiones que tomaba mientras escribía. Simplemente, escribí, lo que ocurriría en la escena siguiente se me ocurría en la medida que terminaba de escribir la escena presente, y mi mente saltaba entre lo que ya se escribió y lo que podría escribir.

Fue un proceso de descubrimiento. De verdad, descubrí la historia que quería contar mientras la escribía. Pero además sabía perfectamente cómo tenía que terminar.

Ahora ocurría en otro planeta, una colonia olvidada de la humanidad y agobiada por la escasez. Deke tenía un interés romántico y toda su historia y decisiones se justifican por ese amor imposible, platónico, por supuesto, con una chica de su edad perteneciente a otra casta, enigmática y aterradora en su secretismo. No necesito ser sicólogo para saber que ella era la representación literaria de la chica de la que estaba enamorado por ese entonces.

Deke está invitado a la fiesta de Félax, en la que el festejado recibirá el tatuaje ritual que lo convierte en adulto. Allí comete muchos errores estúpidos por culpa del alcohol, y logra que las hermanas de Félax, que siempre fueron un poco psicópatas, quieran asesinarlo. Entre medio obtiene la atención de su amor platónico, Kee, y el romance se desata mientras Deke busca la manera de salir de su dilema. Pero sucede la tragedia, Kee muere protegiendo a Deke y las hermanas de Félax lo arrojan a un pozo ritual del que nunca podrá salir con vida. Efectos especiales, y Deke cae por el pozo hacia otro mundo…

Terminé de escribir la novela, la imprimí, la leí y la corregí en el papel. Aquí falta esto, acá sobra esto otro, esta escena puede ir antes, acá falta otra escena que justifique todo lo demás. Me pasé varias semanas trabajando, editando en las noches sobre el mismo borrador original.

En ese proceso de edición maniática el universo de la novela se amplió, y el bicho de la épica innecesaria me infectó con su parásito trascendental. Ahora todo tenía que ver con todo. La novela de Deke estaba íntimamente relacionada con otras historias gestadas en años anteriores. No podía escribir o pensar en nada que no fuera esta novela, lo que ocurrió antes, lo que ocurrirá después y cómo podía justificarlo en su propio universo.

El Universo Deke necesitaba una precuela, antes de continuar con la secuela. Supongo que todos los escritores fantásticos sufrimos de la misma enfermedad. Todo tiene que ser épico. Todo se relaciona con algo más en un universo creativo en constante expansión. O tal vez se trata de mi trastorno obsesivo-compulsivo particular.

Con el pasar del tiempo y la madurez de la experiencia comprendí que podía crear historias autoconclusivas que se justificaran en su propio contexto, que no necesitaba una base conceptual más amplia para crear algo dentro de ella. Fin.

Pero estamos hablando de 1998. Tenía 20 años, cursaba cuarto año de periodismo, tenía mucho tiempo libre para fantasear y soñar con mi propio monstruo de Frankenstein. No conocía otros escritores. No sabía que podía encontrar otros escritores de fantasía y ciencia ficción en mi ciudad. Tampoco los necesitaba entonces, para qué me voy a engañar. El concepto de taller literario no formaba parte de mi vocabulario. Yo y mi yo escritor habitábamos en una burbuja autocomplaciente y hasta mis pedos eran sublimes.

El borrador, que tenía alrededor de 35 mil palabras, creció y se infló con grasa contextual, hasta llegar a 45 mil palabras. Encontré esa versión, editada por última vez el 30 de abril de 1999. Todas las versiones anteriores a esa se perdieron bajo muchas capas de reescritura. No hay respaldo porque no teníamos grabador de CD en el Acer y los disquetes se vencieron, junto con toda la información que tenía almacenada en ellos. Recién en 2002 pude respaldar por primera vez mis cachureos en CD y ya no importó tanto que el PC muriera por causa de los virus o que se quemara el disco duro. Lo más valioso, mi creación literaria, estaba a salvo.

Con el pasar de los años revisité Deke muchas veces. Intenté corregir lo que no podía ser corregido. Quité la grasa que con tanto ahínco injerté quirúrgicamente. Y en cada repaso encontré errores que necesitaban corrección inmediata.

En enero y febrero de 1999 escribí la precuela, ambientada en nuestros días (fines de los 90). La historia relata el Apocalipsis en 52 mil palabras, y cómo los sobrevivientes fueron expulsados del planeta Tierra para pagar por los pecados de la humanidad.

Analizando mi vida, y soy de esos obsesivos que se detienen a analizar su vida año tras año, me doy cuenta que el hecho de escribir otra novela me llenó de nuevas fantasías que no tenían nada que ver con la escritura. Soñaba con publicar el libro y acto seguido lo hacían película y ganaba el Óscar. No es un sueño terrible, pero una parte de mí se chaló. Me volví soberbio, era escritor, disculpa que te lo repita cada cinco minutos, porque tú sabes, escribí una novela.

La soberbia es una enfermedad autodestructiva que ahuyenta a los amigos y la familia y solo se puede tratar con una caída dolorosa y altas dosis de depresión. En cierta forma, escribir la precuela me llenó con muchas expectativas sobre mi entorno y la manera en que otras personas percibían lo que escribo y quién soy. Comprendí que a nadie le interesaba en realidad lo que había escrito. Yo no era un escritor a los ojos de mis amigos y conocidos, era simplemente el compañero que insiste que escribió dos novelas.

Publiqué Deke en una página gratuita de Geocities (cuando Geocities era la shit!). Y durante el tiempo que estuvo en línea no obtuve ni un solo comentario, cero correos electrónicos, ni siquiera una crítica. Mi novela era un asteroide fuera de órbita. Yo no era ningún talentoso incomprendido. Solo era un desconocido sin talento, igual que un árbol que se cae en el bosque, pero nadie lo escucha caer.

En algún momento comencé a odiar la novela. Me desvinculé hasta aborrecerla. Cuando al fin conocí otros escritores chilenos a mediados de 2003, hablaba de estas novelas como si no tuvieran valor alguno, eran dos novelas que escribí y que permanecían ocultas en un cajón para nunca jamás ver la luz, porque su calidad era inferior y no quería que se asociara mi particular estilo creativo con estas bazofias. No lo decía con tanta elocuencia, pero estoy seguro de que esa era la idea que quería transmitir.

Seguía mencionando las novelas porque me hacía sentir bien decir que había escrito dos. Continué escribiendo cuentos, algunos se publicaban por acá y por allá en Internet, o en algún librito de baja tirada y nula distribución. No volví a escribir otra novela hasta 2007.

En 2003 conocí a mi Lucía Gabrieña y nos casamos en 2008. En 2010 nos pilló el terremoto durante nuestras vacaciones en Horcón. Y esa experiencia nos hizo repensar nuestra vida y todo lo que deseábamos hacer antes de morir.

Es fascinante cómo un evento así me ayudó a encausar mi vida. Antes quería ser escritor, y músico, y programar páginas Web, y perseguir ovnis, y aprender a cantar y una larga lista de objetivos que no podía enfocar porque no había ninguno que poner en primera línea.

Después de un arduo análisis, me enfoqué únicamente en la escritura y mi carrera profesional. Todo lo demás quedó en lista de espera hasta que descubra cómo clonarme.

Ahora, aparte de un cuento por aquí y una novela loca por allá que escribí a medias con mi amigo Sergio Amira, no podía usar el estandarte del escritor por el simple hecho de haber escrito algo alguna vez en el pasado remoto. 1998 se siente tan lejano…

En 2011 reinicié Deke. ¡Sí, lo hice! Creí que podía retomar la idea central, la historia general con todas sus complejidades, y reescribir la novela desde el principio. Porque soy el primero y único experto en la historia de mi personaje y el mundo en el que habita. Alcancé a escribir 19 mil palabras en 2012, cuando comprendí que no quería seguir escribiendo, que había errores nuevos y algunos antiguos repitiéndose en esta obra que, se supone, partía desde cero.

Fui torpe. No planifiqué la historia antes de escribirla y, en cambio, me lancé a escribirla orgánicamente, igual que la primera versión de Deke. Tropecé dos veces con el mismo peñasco.

Intuyo que la versión de 2011-2012 es mucho mejor que la de 1998-1999. Lamentablemente, la última versión está hasta la mitad, y decidí que no seguiría perdiendo el tiempo con ella, ni con las anteriores, ni con nada que tuviera la palabra Deke asociada.

Pero fue una decisión apresurada, porque aquí estoy, contando la historia de Deke como quien intenta sanarse de una herida emocional ante un sicólogo.

Muy temprano intuí que mi mejor terapia es la escritura, desde esos textos que escribía en séptimo y octavo básico en unos cuadernos contables que me regaló mi padre para que hiciera dibujos. Y creo firmemente que no sucumbí a la esquizofrenia o la psicosis porque escribo.

Con Deke y sus muchas iteraciones, aprendí que no basta con querer ser escritor, ni con escribir mucho o leer demasiado. En mi caso, necesitaba la ayuda de escritores profesionales, y Google me ayudó a encontrarlos. Hay muchos manuales que enseñan los pormenores de la redacción literaria, cómo escribir una novela, cómo escribir fantasía y ciencia ficción, los leí todos. También hay escritores que producen podcast en inglés que escucho sagradamente todas las semanas, o video conversaciones con otros autores que expresan las mismas ansiedades y problemas por los que he pasado y cómo resolverlos. Cada vez que escucho alguna de las presentaciones de Jim Butcher o las ponencias de Brandon Sanderson, aprendo un montón y me lleno de ideas nuevas.

Para mí, hoy, escribir es un pasatiempo. Pero también es un trabajo que necesita dedicación y técnica. El estilo literario es cosa de cada uno, de sus lecturas preferidas y sus cualidades narrativas, pero la técnica es un objeto tangible y se puede adquirir con interés y práctica.

Cierro el ciclo Deke 25 años después de comenzado*, con esta memoria y la publicación de sus dos versiones, la completa de 1999 y la incompleta de 2011**. Ambas están comentadas y los comentarios tienen por objetivo reconocer los problemas del texto, explicar por qué están mal y cómo se podría corregir. Este libro es una parte manual técnico-literario y otra parte exorcismo.


* Escribí el borrador de este texto 5 años atrás. El tiempo pasa volando.
** No publiqué las dos versiones cuando quise hacerlo, junto con esta Memoria; y no lo haré ahora, sorry. Hay en carpeta una reconstrucción de la misma historia, en formato novela gráfica. Tal vez nunca salga a la luz, pero que tengo ganas de verla publicada, tengo muchas ganas.

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By Daniel E. Guajardo Sánchez

Santiago, 1977. Daniel Guajardo (aka) Dan Guajars escribe las historias y su otro yo, el tenebroso, las disfruta. Se lo puede encontrar con el nombre de Daniel Guajardo en Providence, Chile.